Lectura del libro de Jeremías 31,7-9.
Esto dice el Señor:
-Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por la flor de los
pueblos; proclamad, alabad y decid: “¡El Señor ha salvado a su pueblo, ha
salvado al resto de Israel! Los traeré del país del norte, los reuniré de los
confines de la tierra. Entre ellos habrá ciegos y cojos, lo mismo preñadas que
paridas: volverá una enorme multitud. Vendrán todos llorando y yo los guiaré
entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por camino llano, sin
tropiezos. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito.
Textos
paralelos.
Al Resto
de Israel.
Is 4, 3: A
los que queden en Sión, a los restantes en Jerusalén, los llamarán santos: los
inscritos en Jerusalén entre los vivos.
Volverán
entre lloros.
Sal 126,
5-7: Los que siembran con lágrimas cosechan con júbilo. Al ir iba llorando
llevando la bolsa de la semilla; al volver vuelve cantando llevando sus
gavillas.
Pero yo
los guiaré entre consuelos.
Is 40, 3:
Una voz grita: En el desierto preparad un camino al Señor; allanad en la estepa
una calzada para nuestro Dios.
Los
llevaré junto a arroyos de agua.
Jn 4, 10:
Jesús le contestó: Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de
beber, tú le pedirías a él, y te daría agua viva.
Porque
yo soy para Israel un padre.
Dt 1, 31: Y
en el desierto ya has visto que el Señor, tu Dios, te ha llevado como a un hijo
por todo el camino hasta llegar aquí.
2 Co 6, 18:
Seré vuestro Padre y vosotros seréis mis hijos e hijas – dice el Señor
Todopoderoso –
Notas
exegéticas.
31 7 “Ha salvado a su” griego,
Targum; “Salva a tu” hebreo.
31 9 Texto sorprendente. Cabe la
tentación de corregir como lo ha hecho el griego y leer: “Partieron entre
lloros, pero yo los devolveré entre consuelos”, ver Sal 126, 5-6; pero sin duda
se trata de una corrección que facilita el texto. Se puede entender que se
trata de lágrimas de arrepentimiento.
Salmo
responsorial
Salmo 126 (125), 1b-6.
Cuando
el Señor hizo volver a los cautivos de Sion,
nos
parecía soñar:
la
boca se nos llenaba de risas,
la
lengua de cantares. R/.
Hasta
los gentiles decían:
“El
Señor ha estado grande con ellos”.
El
Señor ha estado grande con nosotros,
y
estamos alegres. R/.
Recoge,
Señor, a nuestros cautivos
como
los torrentes del Negueb.
Los
que sembraban con lágrimas
cosechan
entre cantares. R/.
Al
ir, iba llorando,
llevando
la semilla;
al
volver, vuelve cantando,
trayendo
sus gavillas. R/.
Textos
paralelos.
Nos parecía estar soñando.
Jb 8, 20-21: Dios no rechaza al hombre justo ni da la mano a los
malvados: puede aún llenar tu boca de risas y tus labios de gritos de júbilo.
Los paganos decían: ¡Grandes cosas ha hecho Yahvé en su favor!
Ez 36, 36: Y los pueblos que queden en vuestro contorno sabrán que
yo, el Señor, reedifico lo destruido y planto lo arrasado. Yo, el Señor, lo
digo y lo hago.
¡Sí, grandes cosas ha hecho por nosotros!
Lc 1, 49: Porque el Poderoso ha hecho proezas, su nombre es
sagrado.
Los que sembraban con lágrimas.
Is 25, 8-9: Y aniquilará la
muerta para siempre. El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros y
alejará de la tierra entera el oprobio de su pueblo – lo ha dicho el Señor –.
Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos
salvara: celebremos y festejemos su salvación.
Ba 4, 23: Si os expulsó entre duelo y llantos, Dios mismo os
devolverá a mí con gozo y alegría sin término.
Ap, 21, 4: Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá
muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado.
Jr 31, 9: Si marcharon llorando, los conduciré entre consuelos,
los guiaré hacia torrentes, por vía llena y sin tropiezos.
Y vuelven cantando.
Is 65,19: Les daré una señal, y de entre ellos despacharé
supervivientes a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia;
a las costas lejanas, que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria, y
anunciarán mi gloria a las naciones.
Jn 12, 24: Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no
muere, queda él solo; si muere, da mucho fruto.
Jn 16, 20: Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis
mientras el mundo se divierte; estaréis tristes, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo.
Notas
exegéticas.
126 Para los repatriados que
luchaban con las dificultades de la restauración, ver Ne 5, el regreso del
destierro de Babilonia prefigura el advenimiento de la era mesiánica.
126 1 (a) Traducción según griego,
siriaco y Jerónimo. Hebreo dice lit.: “A la vuelta de Yahvé, con la vuelta de
Sión”.
126 1 (b) Otras traducciones: arameo
“como curados”; griego “como quienes son consolados”; siriaco ·como quienes se
alegran”.
126 4 Que, siempre secos, ver Jb 6,
15, se llenan bruscamente en invierno y fertilizan la tierra.
Segunda
lectura.
Lectura de la carta a los Hebreos 5, 1-6.
Todo sumo sacerdote, escogido de entre los hombres, está puesto
para representar a los hombres en el culto a Dios; para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y
extraviados, porque también él está sujeto a debilidad. A causa de ella, tiene
que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo. Nadie
puede arrogarse este honor sino que el que es llamado por Dios, como en el caso
de Aarón. Tampoco Cristo se confió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote,
sino que la recibió de aquel que le dijo: “Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado
hoy”; o, como dice en otro pasaje: “Tú eres sacerdote para siempre según el
rito de Melquisec”.
Textos
paralelos.
Todo sumo sacerdote está
tomado.
Hb 8, 3: Todo sumo sacerdote es
nombrado para ofrecer dones y sacrificios; luego también este necesita algo que
ofrecer.
A causa de la misma, debe
ofrecer por sus propios pecados.
Lv 9, 7: Después dijo a Aarón:
Acércate al altar a ofrecer tu sacrifico expiatorio y tu holocausto. Expía así
por ti y por el pueblo, presenta luego la oferta del pueblo y expía por él,
como el Señor ha ordenado.
Lv 16, 6: Aarón ofrecerá su
novillo, víctima expiatoria, y hará la expiación por sí mismo y por su familia.
A no ser que sea llamado
por Dios.
Jn 3, 27: Respondió Juan: Nadie
puede arrogarse nada si no se lo concede Dios.
Ex 28, 1: De entre los
israelitas escoge a tu hermano Aarón y a sus hijos Nadab, Abihú, Eleazar e
Itamar para que sean mis sacerdotes.
Hijo mío eres tú; yo te
he engendrado hoy.
Sal 2, 7: Voy a recitar el
decreto del Señor. Me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.
Tú eres sacerdote para la
eternidad.
Sal 110, 4: El Señor lo ha
jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote eterno según el rito de
Melquisec”.
Notas
exegéticas.
5 1 Se trata de la actividad del
sacerdote sacrificador (ver Lv 1; 4, 9) reservada a Aarón y no a Moisés, que
será objeto de una larga exposición. El sacrificio puesto que está en relación
con el pecado, muestra al sacerdote solidario de los hombres en presencia de
Dios.
5 2 (a) El verbo griego (metriopathein) denota propiamente “moderar
las pasiones” ( o, “los sentimientos”). En otros contextos se aplica a la
moderación de la tristeza o la cólera.
5 2 (b) Según Nm 15, 22-31, solo pueden
ser perdonadas mediante una ofrenda sacrificial las faltas que no han sido
plenamente conscientes. Las otras implican normalmente el exterminio del
culpable. Esta distinción, sin embargo, no se encuentra en Lv 16, 16.34. Además,
la noción de la falta cometida por ignorancia puede ser tomada en un sentido
más amplio.
5 4 El acceso al sacerdocio estaba
condicionado, entre otras cosas, por una actitud de humilde dependencia
respecto a Dios. Quienes pretendían apropiarse del sacerdocio para situarse por
encima de las demás personas eran rechazadas por Dios (Nm 16-17).
5 6 Lit.: “para el eôn”. La exégesis que da a eis ton aiôna el sentido de “para el eôn [divino], en el que Cristo ha
entrado después de su muerte (v. 7), se apoya en el artículo determinado.
Evangelio.
X Lectura del santo evangelio según
san Marcos 10, 46-52.
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y
bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado
al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a
gritar:
-“Hijo de David, Jesús ten compasión de mí”.
Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más:
“Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo:
-“Llamadlo”.
Llamaron al ciego, diciéndole:
-“Ánimo, levántate, que te llama”.
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo:
-¿Qué quieres que te haga?
El ciego le contestó:
-“Rabbuni”, que recobre la vista.
Jesús le dijo:
-Anda, tu fe te ha salvado.
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Textos
paralelos.
Mc 10, 46-52 |
Mt 20, 29-34 |
Lc 18, 35-43 |
Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó con
sus discípulos y una multitud considerable, Bartimeo (hijo de Timeo), un
mendigo ciego, estaba sentado a la vera del camino. Oyendo que era Jesús de
Nazaret, se puso a gritar: -¡Jesús, hijo de David, ten
piedad de mí! Muchos lo reprendían para que
se callase. Pero él gritaba más fuerte: -¡Hijo de David, ten piedad
de mí! Jesús se detuvo y dijo: -Llamadlo. Llamaron al ciego diciéndole: -¡Ánimo!, levántate, que te
llama. Él se quitó el manto, se puso
en pie y se acercó a Jesús. Jesús le dirigió la palabra: -¿Qué quieres que te haga? Contestó el ciego: -Maestro, que recobre la
vista. Jesús le dijo: -Ve, tu fe te ha salvado. Al instante recobró la vista
y lo seguía por el camino. |
Cuando se fueron de Jericó,
un gran gentío lo seguía. Dos ciegos, que estaban
sentados a la vera del camino, cuando oyeron que Jesús pasaba, se pusieron a
gritar: -¡Señor, hijo de David, ten
compasión de nosotros! La gente los reprendía para
que se callasen. Pero ellos gritaban más fuerte: -¡Señor, hijo de David, ten
compasión de nosotros! Jesús se detuvo y les habló: -¿Qué queréis que os haga? Respondieron: -Señor, que se nos abran los
ojos. Compadecido, Jesús les tocó
los ojos y al punto recobraron la
vista y lo siguieron. |
Cuando se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado junto
al camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba la gente, preguntó que sucedía.
Le dijeron que pasaba Jesús de Nazaret. El gritó: -Jesús, hijo de David, ten
piedad de mí. Los que iban delante lo
reprendía para que callase. Pero él gritaba más fuerte: -Hijo de David, ten piedad de
mí. Jesús se detuvo y mandó que
se lo acercasen. Cuando lo tuvo cerca, le preguntó: -¿Qué quieres que te haga? Contestó: -Señor, que recobre la vista. Jesús le dijo: -Recobra la vista, tu fe te
ha salvado. Al instante recobró la vista
y lo seguía glorificando a Dios; y el
pueblo, al verlo, alababa a Dios. |
¿Qué quieres que haga por
ti?
Jn 20, 16: Le dice Jesús:
¡María! Ella se vuelve y le dice (en hebreo): Rabbuni (que significa maestro”.
Rabbuní.
Mt 8, 10: Al oírlo, Jesús se
admiró y dijo a los que lo seguían: Os aseguro, una fe semejante no la he
encontrado en ningún israelita”.
Notas exegéticas Biblia de Jerusalén.
10 47 Título popular del Mesías.
10 51 En arameo: “Mi maestro”, o
“Maestro”, ver Jn 20, 16.
Notas exegéticas Nuevo Testamento, versión
crítica.
46-52
Como
preludio a la entrada de Jesús en Jerusalén, sirve este relato realista, casi
nervioso, documentado hasta en el nombre del ciego.
46 LLEGARON: lit. y
llegan. // JERICÓ: asentamiento humano antiquísimo, a diez kilómetros al
norte del mar Muerto; varias veces destruida y reconstruida (aproximadamente en
el mismo emplazamiento). Herodes el Grande tuvo en Jericó un palacio de
invierno.
47 A DECIR A GRITOS:
lit. a gritar y a decir, “Se previene de la vista de la fe el fervoroso
ciego de Jericó… Ve que no ve, y ve que le importa el ver. No le falta lengua
para gritar…, y diligencia su remedio a voces de oración” (B. Gracián).
52 LO SEGUÍA:
posiblemente, como discípulo.
Notas
exegéticas desde la Biblia Didajé.
10,
46-52 Este pasaje del Evangelio es una maravillosa enseñanza sobre la
perseverancia en la oración. San Beda ve en Bartimeo una alegoría de los
gentiles, que deben reconocer a Cristo, deshacerse de su manto de pecado, y
levantarse para reunirse con él. El grito de Bartimeo resuena en una breve
oración, que expresa la misma petición en la fe: “Hijo de David, Jesús, ten
compasión de mí”. Estas palabras pueden utilizarse como un acto de contracción
en el sacramento de la penitencia y la reconciliación. Cat. 2616 y 2667.
Catecismo
de la Iglesia Católica.
2616
La
oración de Jesús ya fue escuchada por él durante su ministerio, a través de
signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha
la oración de fe expresada en palabras (del leproso, de Jairo, de la cananea,
del buen ladrón), o en el silencio de los portadores del paralítico, de la
hemorroisa, que toca el borde de su manto, de las lágrimas y el perfume de la
pecadora). La petición apremiante de los ciegos: “Ten piedad de nosotros, Hijo
de David” (Mt 9, 27) o “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!” (Mc 10,
47) ha sido recogida en la tradición de la Oración de Jesús: “Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Sanando enfermedades o
perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria de la súplica con fe:
“Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!”.
2667
Esta
invocación de fe bien sencilla ha sido desarrollada por la tradición de la
oración bajo formas diversas en Oriente y en Occidente. La formulación más
habitual, transmitida por los espirituales del Sinaí, de Siria y del monte
Athos es la invocación: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de
nosotros, pecadores”. Conjuga el himno cristológico de Flp 2, 6-10 con
la petición del publican y del mendigo ciego. Mediante ella, el corazón se abre
a la miseria de los hombres y a la misericordia de su Salvador.
Notas exegéticas Biblia del Peregrino
10, 46-52: El episodio de Jericó, por el
grito del ciego, prepara a las inmediatas la entrada en Jerusalén y forma así
un bloque de cuatro actos significativos de Jesús: curación del ciego,
recibimiento triunfal, purificación del templo, maldición de la higuera. A ellos
seguirán las controversias con las autoridades y una instrucción para los
discípulos sobre el futuro y el final. La fe del cielo, aunque imperfecta, es
un órgano más penetrante: “no teniendo ojos ve”. Su grito es una confesión
mesiánica. Jesús es el descendiente legítimo de David, anunciado y esperado (Jr
23, 5; Za 3, 8).
Concilio
Vaticano II.
Uno solo es nuestro
Mediador según las palabras del Apóstol: “Dios, en efecto, es uno, y uno el
Mediador entre dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí
mismo como rescate por todos” (1 Tim 2, 5-6).
Lumen gentium, 60.
Comentarios de los Santos Padres.
Marcos mencionó el nombre de Bartimeo y el de su padre, dato único entre
tantas curaciones anteriores del Señor… Sin duda, este Bartimeo, hijo de Timeo,
antes en una buena posición, cayó en una muy conocida y célebre miseria, puesto
que no solo era ciego, sino que hasta mendigaba sentado. A ello se debe el que
Marcos, quisiera mencionar solo a este, cuya recuperación de la vista apartó el
milagro tanta celebridad cuanto era conocida su desgracia.
Agustín. Concordancia de los evangelistas, 2, 65, 125. II, pg.
213.
Cuando un cristiano cualquiera empieza vivir bien y a practicar buenas
obras con fervor y a despreciar el mundo, desde los comienzos de su obra sufre
las críticas y contradicción de los cristianos fríos; mas si perseverare y con
su constancia los venciere, los mismísimos que antes le molestaban llegarán a
respetarle… Solamente quien no trabaja en este mundo deja de ser llamado por el
Señor.
Agustín, Sermón, 88, 18. II, pg. 213.
La primitiva iglesia de los gentiles fructificaba tanto con el deseo de
la luz de Cristo que muchos seguían la conducta del evangelio desnudos,
abandonando los poderes del mundo, y así merecer la posesión del tesoro eterno
en el cielo. Por esto, al dar la luz al ciego, se dice: “Él, arrojando su
mando, dio un salto y se acercó a Jesús”. Beda, Exposición al Ev. de Marcos,
3, 10, 49. II, pg. 213.
Pongamos fin, pues, pongamos fin al olvido de la verdad, rechazando la
ignorancia y la tiniebla, que traen el impedimento a modo de una sobra de la
vista, contemplemos al que es verdadero Dios.
Clemente de Alejandría, Protréptico, 113, 2-114, 1. II, pg. 214.
San Agustín
Creamos y confesemos que
Jesucristo es Hijo y Señor de David. No nos avergoncemos del Hijo de David,
para no encontrar airado al Señor de David. Por este nombre llamaron los ciegos
– con toda razón – a aquel que pasaba, y merecieron recuperar la vista. Jesús
estaba pasando y ellos, oyendo el alboroto de la turba que pasaba, y conociendo
por el oído lo que aún no podían con la vista, gritaron con gran vos y dijeron:
Ten piedad de nosotros, Hijo de David (Mt 20, 31). La turba les
recriminaba mandándoles callar; ellos por el contrario, movidos por el deseo de
la luz y venciendo la oposición de la turba, continuaron con sus gritos,
detuvieron al que pasaba y merecieron ser iluminados por él, después de
haberles tocado. En efecto, decían al que pasaba: Ten piedad de nosotros,
Hijo de David. Él se detuvo y, tras haber vencido ellos el alboroto de
quienes se le oponían, les preguntó: ¿Qué queréis que haga? A lo que
ellos respondieron: Señor, que veamos. Entonces los tocó y abrió sus
ojos y vieron presente al que habían sentido cuando pasaba (Mt 20, 29-34). (…)
Reconozcámoslo, pues, también nosotros: confesémosle Hijo de David, para
merecer ser iluminados. En efecto, sentimos que pasa el Hijo de David y somos
iluminados por el Señor de David.
Comentario al salmo 109, 5. II, pgs. 1459-1460.
San Juan de Ávila
Y aunque se puede lo mismo hacer, pidiendo cosas temporales como leemos del ciego que pidió vista al
señor, y otros muchos (cf. 10, 51); mas, como lo temporal sea cosa menos
preciosa, y cuyo amor suele ser peligroso, y cuyo desprecio suele ser alabado,
no hay tanta licencia para soltar el corazón a lo desear y pedir, como lo
espiritual; aunque no deja de ser bien hecho, si se pide sin congojas
demasiadas, y con condición si agrada al Señor.
Audi, filia (II), cap. 100. I, pg. 758.
¡Mas, oh Señor, que ni aun esto poquito quieren hacer los cristianos
para ser convidados de vuestra sacratísima Mesa! ¡Oh Señor, que si algunos van,
son el hijo de
Timeo, ciego y pobre (cf. Mc 10, 46), y son los pastores que están velando sobre la guarda de su ganado! (cf. Lc 2, 8). Mirad en ello, y
veréis y lloraréis con mucha razón, que si hay gente que comulguen las fiestas,
o cada mes, o casa semana una vez, han de ser mujeres, aun no de las más
principales; o son hombres de los bajos del pueblo, que muy pocos veréis de la
gente principal que vengan al convite.
En la infraoctava del Corpus. III, pg. 724-725.
El ciego hijo de Timeo que estaba pidiendo limosna el camino por donde
pasaba el Señor, y como le dijeron: El Señor está allí y te manda llamar, salta
con grande alegría, y por correr mucho se le cayó la capa, y no curó de ella, entendiendo que si él llegaba a
aquel Señor que llamar lo mandaba, aunque llegase desnudo, tornaría vestido y
enriquecido; y como él, confió le acaeció (cf. Mt 10, 49-50). ¡Pues de la misma
manera está aquel Señor mismo llamándote desde aquella hostia sagrada, y por
ventura tienes más necesidad de llegarte a Él por lo que toca a tu ánima que
aquel ciego por lo que tocaba a su cuerpo, y estás tan embarazado con negocios
que te cercan como vestidura, y es tanta tu pereza y tan poco tu cuidado de
gozar de este bien, que ni corres como el ciego ni aguijas como los pastores; y así te quedas sin gozar de
la bienaventurada vida espiritual y corporal con que él y ellos vieron a
nuestro Señor!
En la infraoctava del Corpus. III, pg. 723.
San Oscar Romero.
Encuentra aquí en el cieguito la confesión
maravillosa como un marco apropiado para ingresar ya a Jerusalén, presentarse
como Mesías y sufrir en el Calvario la muerte que le trae la redención al mundo
y la resurrección que le ofrece nueva vida. El hijo de David, el heredero de
las promesas mesiánicas, el que de parte de Dios le trae una liberación al
pueblo, en los labios de un ciego. ¡Qué elocuente! El ciego es la humanidad
pidiendo al hijo de David: redención, luz para sus ojos. La figura profética que
volverá la vista a los ciegos, y volverá el oído a los sordos, y resucitará a
los muertos, y predicará a los pobres, es el que va allí platicando con el
pobre, con los ciegos; curando no tanto por hacer prodigios, sino por hacer
presente la gran promesa de que está ya el liberador entre nosotros.
Homilía. 28 octubre 1979.
Papa Francisco. Angelus. 28 de
octubre de 2018.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Aunque
no parecen muy buenos [llueve y hace viento]
Esta mañana, en la Basílica de San Pedro hemos
celebrado la Misa de clausura de la asamblea del sínodo de los obispos dedicada
a los jóvenes. La primera lectura, del profeta Jeremías (31, 7-9),
estaba particularmente afinada para este momento, porque es una palabra de
esperanza que Dios da a su pueblo. Una palabra de consolación, fundada
sobre el hecho de que Dios es padre para su pueblo, lo ama y lo cuida como un
hijo (cf. v. 9); le abre delante un horizonte de futuro, un
camino factible, practicable, sobre el que podrán caminar también
«el ciego y el cojo, la preñada y la parida» (v. 8), es decir, las personas
en dificultad. Porque la esperanza de Dios no es un
milagro, como ciertas publicidades donde todos aparecen sanos y bellos, sino una
promesa para la gente real, con virtudes y defectos, potencialidad y
fragilidad, como todos nosotros: la esperanza de Dios es una promesa para la
gente como nosotros.
Esta Palabra de Dios expresa bien la experiencia
que hemos vivido en las semanas del sínodo: ha sido un tiempo de
consolación y de esperanza. Lo ha sido sobre todo como momento de escucha:
escuchar, de hecho, exige tiempo, atención, apertura de la mente y del
corazón. Pero este compromiso se transformaba cada día en consuelo, sobre
todo porque teníamos en medio de nosotros la presencia vivaz y estimulante de
los jóvenes, con sus historias y sus contribuciones. A través del testimonio de
los padres sinodales, la realidad multiforme de las nuevas generaciones ha
entrado en el Sínodo, por decirlo así, de todas partes, de cada continente y de
muchas situaciones humanas y sociales diferentes.
Con esta actitud fundamental de escucha, hemos
tratado de leer la realidad, de captar los signos de nuestro tiempo. Un
discernimiento comunitario hecho a la luz de la Palabra de Dios y del Espíritu
Santo. Este es uno de los dones más hermosos que el Señor da a la Iglesia
católica, es decir, el de reunir voces y rostros de las realidades más
variadas y así obtener una interpretación que tenga en cuenta la riqueza y la
complejidad de los fenómenos, siempre a la luz del Evangelio. Así, en estos
días, nos hemos confrontado sobre cómo caminar juntos a través de tantos
desafíos, como el mundo digital, el fenómeno de las migraciones, el sentido del
cuerpo y de la sexualidad, el drama de las guerras y de la violencia. Los
frutos de este trabajo ya están fermentando, como hace el zumo de la uva en los
barriles tras la vendimia. El Sínodo de los jóvenes ha sido una buena vendimia
y promete buen vino. Pero quisiera decir que el primer fruto de esta Asamblea
sinodal debe estar precisamente en el ejemplo del método que se ha intentado
seguir desde la fase preparatoria. Un estilo sinodal que no tiene como
objetivo principal la elaboración de un documento, aunque sea precioso y útil.
Más importante que el documento es, sin embargo, que se difunda un modo de ser
y de trabajar juntos jóvenes y ancianos, en la escucha y en el discernimiento
para llegar a elecciones pastorales que respondan a la realidad.
Invoquemos para esto la intercesión de la Virgen
María. A ella, que es la Madre de la Iglesia, encomendamos el agradecimiento a
Dios por el don de esta asamblea sinodal. Y que ella nos ayude ahora a llevar
adelante lo que hemos experimentado, sin miedo, en la vida ordinaria de las
comunidades. Que el Espíritu Santo haga crecer, con su sabia fantasía, los
frutos de nuestro trabajo, para continuar caminando juntos con los jóvenes del
mundo entero.
Francisco. Angelus. 24 de octubre
de 2021.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy narra de Jesús
que, saliendo de Jericó, devuelve la vista a Bartimeo, un ciego que mendiga a
lo largo del camino (cfr. Mc 10,46-52). Es un encuentro importante, el último
antes de la entrada del Señor en Jerusalén para Pascua. Bartimeo había perdido
la vista, pero no la voz. De hecho, cuando siente que Jesús va a pasar,
comienza a gritar: «Hijo de David, Jesús, ¡ten compasión de mí!» (v. 47). Y
grita. Grita esto. Los discípulos y la multitud molestos por sus gritos trataron
de hacerlo callar. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de
mí!» (v. 48). Jesús escucha y se detiene de inmediato. Dios escucha siempre
el grito del pobre, y no se molesta en absoluto por la voz de Bartimeo,
es más, constata que está llena de fe, una fe que no teme en insistir, en
llamar al corazón de Dios, a pesar de las incomprensiones y las reprimendas. Y
aquí se encuentra la raíz del milagro. De hecho, Jesús le dice: «Tu fe te ha
salvado» (v. 52).
La fe de Bartimeo se refleja en su oración. No es una oración
tímida y convencional. Ante todo, llama al Señor “Hijo de David”, o sea, lo
reconoce Mesías, Rey que viene al mundo. Después lo llama por su nombre, con
confianza: “Jesús”. No tiene miedo de Él, no se distancia. Y así,
desde el corazón, grita al Dios amigo todo su drama: “Ten compasión de
mí”. ¡Solo esa oración “ten compasión de mí!”. No le pide una moneda como hace
con los viandantes. No. A Aquel que todo lo puede, le pide todo. A la
gente le pide unos centavos, a Jesús que tiene poder para realizar todo, le
pide todo. “Ten compasión de mí, ten compasión de todo lo que soy”. No pide una gracia, sino que se presenta a sí
mismo: pide misericordia para su persona, para su vida. No es una
petición insignificante, pero es muy bella, porque invoca piedad, o sea,
compasión, la misericordia de Dios, su ternura.
Bartimeo no usa muchas palabras. Dice lo
esencial y se encomienda al amor de Dios, que puede hacer volver a florecer su
vida realizando lo que es imposible a los hombres. Por esto no le pide al
Señor una limosna, sino que manifiesta todo, su ceguera y su sufrimiento, que
iba más allá del no poder ver. La ceguera era la punta del iceberg, pero en su
corazón tendría otras heridas, humillaciones, sueños rotos, errores, remordimientos.
El rezaba con el corazón. ¿Y nosotros? Cuando le pedimos una gracia a Dios,
¿ponemos en la oración nuestra propia historia, las heridas, las humillaciones,
los sueños rotos, los errores, los remordimientos?
“Hijo de David, Jesús, ¡ten compasión de mí!”.
Hagamos hoy esta oración. Y preguntémonos: “¿Cómo es mi oración?”. Cada
uno de nosotros se pregunte: ¿cómo es mi oración? ¿Es valiente, tiene la
insistencia buena de aquella de Bartimeo, sabe “aferrar” al Señor mientras
pasa, o se conforma con hacerle un saludo formal de vez en cuando, cuando me
acuerdo? Esas oraciones tibias que no sirven para nada. Y también: ¿es mi
oración “sustanciosa”, descubre el corazón ante el Señor? ¿Le presento la
historia y los rostros de mi vida? ¿O es anémica, superficial, hecha de
rituales sin afecto y sin corazón? Cuando la fe es viva, la oración es
sentida: no mendiga centavos, no se reduce a las necesidades del momento. A
Jesús, que todo lo puede, se le pide todo. No se olviden de esto. A Jesús, que
todo lo puede, se le pide todo, con mi insistencia ante Él. Él está impaciente
por derramar su gracia y su alegría en nuestros corazones, pero lamentablemente
somos nosotros los que mantenemos las distancias, quizás por timidez, flojera o
incredulidad.
Muchos de nosotros, cuando rezamos, no creemos que
el Señor pueda hacer el milagro. Me acuerdo de aquella historia —que he
visto— de aquel papá al que los médicos habían dicho que su hija de nueve años
no iba a pasar de la noche; estaba en el hospital. Tomó un autobús y viajó
setenta kilómetros hasta el santuario de la Virgen. Estaba cerrado, y aferrado
a las rejas, pasó toda la noche rezando: “¡Señor sálvala! ¡Señor, dale la
vida!”. Rezaba a la Virgen, toda la noche gritando a Dios, gritando desde el
corazón. Luego, por la mañana, cuando regresó al hospital, encontró a su esposa
llorando. Y pensó “ha muerto”. Y la esposa le dice: “es incomprensible, no se
entiende, los médicos dicen que es algo extraño, parece curada”. El grito de
este hombre, que pedía todo, fue escuchado por el Señor que le había dado todo.
Esto no es un cuento: lo he visto yo, en la otra diócesis. ¿Tenemos esta
valentía en la oración? Pidamos todo a Aquel que puede darnos todo, como hizo
Bartimeo, que es un gran maestro, un gran maestro de oración. Que Bartimeo nos
sirva como ejemplo con su fe concreta, insistente y valiente. Y que Nuestra
Señora, Virgen orante, nos enseñe a dirigirnos a Dios con todo el corazón, con
la confianza de que Él escucha atentamente toda oración.
Benedicto. Angelus. 29 de octubre
de 2006.
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo (Mc 10, 46-52)
leemos que, mientras el Señor pasa por las calles de Jericó, un ciego de nombre
Bartimeo se dirige a él gritando con fuerte voz: "Hijo de David, ten compasión de mí".
Esta oración toca el corazón de Cristo, que se detiene, lo manda llamar y lo
cura. El momento decisivo fue el encuentro personal, directo, entre el Señor
y aquel hombre que sufría. Se encuentran uno frente al otro: Dios, con su deseo de curar, y el hombre, con
su deseo de ser curado. Dos libertades, dos voluntades convergentes: "¿Qué quieres que te haga?", le
pregunta el Señor. "Que vea", responde el ciego. "Vete, tu fe te
ha curado". Con estas palabras se realiza el milagro. Alegría de Dios,
alegría del hombre.
Y Bartimeo, tras recobrar la vista -narra el
evangelio- "lo sigue por el camino", es decir, se convierte en su
discípulo y sube con el Maestro a Jerusalén para participar con él en el gran
misterio de la salvación. Este relato, en sus aspectos fundamentales, evoca
el itinerario del catecúmeno hacia el
sacramento del bautismo, que en la
Iglesia antigua se llamaba también
"iluminación".
La fe es un camino de iluminación: parte de la humildad de reconocerse
necesitados de salvación y llega al encuentro personal con Cristo, que llama a
seguirlo por la senda del amor. Según este modelo se presentan en la Iglesia los
itinerarios de iniciación cristiana, que preparan para los sacramentos del
Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. En los lugares de antigua
evangelización, donde se suele bautizar a los niños, se proponen a los jóvenes
y a los adultos experiencias de catequesis y espiritualidad que permiten
recorrer un camino de redescubrimiento de la fe de modo maduro y consciente,
para asumir luego un compromiso coherente de testimonio.
¡Cuán importante es la labor que realizan en este
campo los pastores y los catequistas! El redescubrimiento del valor de su
bautismo es la base del compromiso misionero de todo cristiano, porque vemos en
el Evangelio que quien se deja fascinar por Cristo no puede menos de
testimoniar la alegría de seguir sus pasos. En este mes de octubre,
dedicado especialmente a la misión, comprendemos mucho mejor que, precisamente
en virtud del bautismo, poseemos una vocación misionera connatural.
Invoquemos la intercesión de la Virgen María para
que se multipliquen los misioneros del Evangelio.
Que cada bautizado, íntimamente unido al Señor, se
sienta llamado a anunciar a todos el amor de Dios con el testimonio de su vida.
Francisco. Catequesis. El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo
guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza 8. «Y todos
quedaron llenos del Espíritu Santo» El Espíritu Santo en los Hechos de los
Apóstoles
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre el
Espíritu Santo y la Iglesia, hoy nos referimos al libro de los Hechos de los
Apóstoles.
El relato del descenso del Espíritu Santo en
Pentecostés empieza con la descripción de algunos signos preparatorios - el
viento impetuoso y las lenguas de fuego –, y encuentra su conclusión en la
afirmación: «Y todos quedaron llenos de Espíritu Santo» (Hch 2,4). San Lucas –
que escribió los Hechos de los Apóstoles – subraya que el Espíritu Santo es
quien asegura la universalidad y la unidad de la Iglesia. El efecto
inmediato del estar “llenos de Espíritu Santo” fue que los Apóstoles «empezaron
a hablar en otras lenguas» y salieron del Cenáculo para anunciar a Jesucristo a
la multitud (cf. Hch 2,4ss).
De este modo, Lucas quiso destacar la misión
universal de la Iglesia como signo de una nueva unidad entre todos los pueblos.
De dos maneras vemos que el Espíritu trabaja por la unidad: por un lado,
empuja la Iglesia hacia el exterior, para que pueda acoger a cada vez
más personas y pueblos; por otro, la reúne en su interior para
consolidar la unidad alcanzada. Le enseña a extenderse en la
universalidad y a recogerse en la unidad. Universal y una: este es
el misterio de la Iglesia.
El primero de los dos movimientos -la
universalidad- lo vemos en acto en el capítulo 10 de los Hechos de los
Apóstoles, en el episodio de la conversión de Cornelio. El día de Pentecostés,
los Apóstoles habían anunciado a Cristo a todos los judíos y a los observantes
de la ley mosaica, cualquiera que fuera el pueblo al que pertenecieran. Fue
necesario otro «Pentecostés», muy similar al primero, el de la casa del
centurión Cornelio, para inducir a los Apóstoles a ampliar el horizonte y
derribar la última barrera, la que separaba a judíos y paganos (cfr. Hch
10-11).
A esta expansión étnica se añade la geográfica.
Pablo -leemos de nuevo en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 16,6-10)- quiso
proclamar el Evangelio en una nueva región de Asia Menor; pero, está escrito,
«el Espíritu Santo se lo impidió»; quiso pasar a Bitinia «pero el Espíritu
Santo no se lo permitió». Se descubre a continuación la razón de estas
sorprendentes prohibiciones del Espíritu: la noche siguiente, el Apóstol recibe
en sueños la orden de ir a Macedonia. El Evangelio salía así de su región
natal, Asia, y entraba en Europa.
El segundo movimiento del Espíritu Santo -el que
crea la unidad- lo vemos en acto en el capítulo 15 de los Hechos, en el
desarrollo del llamado Concilio de Jerusalén. El problema planteado es cómo
conseguir que la universalidad alcanzada no comprometa la unidad de la Iglesia.
El Espíritu Santo no siempre obra la unidad de repente, con intervenciones
milagrosas y decisivas, como en Pentecostés. También lo hace -en la
mayoría de los casos- con un trabajo discreto, que respeta los tiempos y las
diferencias humanas, pasando a través de las personas y las instituciones, la
oración y la confrontación. De una forma, diríamos hoy, sinodal.
Esto es lo que ocurrió, de hecho, en el Concilio de Jerusalén, para la cuestión
de las obligaciones de la ley mosaica que debían imponerse a los conversos del
paganismo. Su solución fue anunciada a toda la Iglesia con las palabras que
conocen bien: «Fue el parecer del Espíritu Santo y el nuestro...» (Hch 15,28).
San Agustín explica la unidad realizada por
el Espíritu Santo con una imagen que se ha convertido en clásica: «Lo que es
el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto
al cuerpo de Cristo que es la Iglesia»
[1].
Esta imagen nos ayuda a comprender una cosa
importante. El Espíritu Santo no obra la unidad de la Iglesia desde el
exterior, no se limita a ordenarnos que estemos unidos. Él mismo es el «vínculo
de la unidad». Él es quien realiza la unidad en la Iglesia.
Como siempre, concluimos con una idea que nos ayuda
a pasar de la Iglesia en su conjunto a cada uno de nosotros. La unidad de la
Iglesia es la unidad entre las personas, y no se consigue estableciendo un
plan, sino en la vida. Se realiza en la vida. Todos queremos la unidad,
todos la deseamos desde lo más profundo de nuestro corazón; sin embargo, es tan
difícil de conseguir que, incluso dentro del matrimonio y de la familia, la
unidad y la concordia son de las cosas más difíciles de alcanzar y aún más de
mantener.
La razón es que cada uno quiere, sí, que se
realice la unidad, pero en torno a su propio punto de vista, sin pensar que
la otra persona que tiene enfrente piensa exactamente lo mismo sobre «su» punto
de vista. Por este camino, la unidad no hace más que alejarse. La unidad de
Pentecostés, según el Espíritu, se consigue nos esforzamos por poner a Dios,
y no a nosotros mismos, en el centro. La unidad de los cristianos
también se construye así: no esperando que los demás se unan a nosotros allí
donde estamos, sino avanzando juntos hacia Cristo.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a ser
instrumentos de unidad y de paz.
[1] Discursos, 267, 4.
Francisco. Catequesis. El Espíritu y la Esposa. El
Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza
9. «Creo en el Espíritu Santo» El Espíritu Santo en la fe de la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la catequesis de hoy pasamos de lo que se
nos ha revelado sobre el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras a cómo está
presente y actúa en la vida de la Iglesia, en nuestra vida cristiana.
En los tres primeros siglos, la Iglesia no
sintió la necesidad de dar una formulación explícita de su fe en el Espíritu
Santo. Por ejemplo, en el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Credo
de los Apóstoles, tras proclamar: «Creo en Dios Padre, creador del cielo y de
la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió, descendió a los infiernos,
resucitó y subió a los cielos», se añade: «[Creo] en el Espíritu Santo» y nada
más, sin ninguna especificación.
Pero fue la herejía la que impulsó a la Iglesia
a especificar esta fe. Cuando comenzó este proceso -con San Atanasio, en el
siglo IV- fue la experiencia vivida por la Iglesia de la acción santificadora y
divinizadora del Espíritu Santo la que la condujo a la certeza de su plena
divinidad. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla del
año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con estas
conocidas palabras que aún hoy repetimos en el Credo: «Creo en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre [y del Hijo], que con el
Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los
profetas».
Decir que el Espíritu Santo es “Señor”
era como decir que comparte el «señorío» de Dios, que pertenece al mundo del
Creador, no al de las criaturas. La afirmación más fuerte es que se le
debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo. Es el argumento de
la igualdad en el honor, muy querido por San Basilio el Grande, que fue el
principal artífice de esa fórmula: el Espíritu Santo es Señor, es Dios.
La definición conciliar no fue un punto de
llegada, sino de partida. Y, de hecho, una vez superadas las razones
históricas que habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del
Espíritu Santo, ésta se proclamaría tranquilamente en el culto de la Iglesia y
en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, tras ese Concilio, afirmará sin más
reparos: «¿Es entonces Dios el Espíritu Santo? Ciertamente. ¿Es Él
consustancial? Sí, si es Dios verdadero» (Oratio 31, 5.10).
¿Qué nos dice a nosotros, los creyentes de hoy,
el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa? “¿Creo en el
Espíritu Santo?” En el pasado, nos ocupaba principalmente la afirmación de que
el Espíritu Santo «procede del Padre». La Iglesia latina pronto completó esta
afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo procede
«también del Hijo». Dado que en latín la expresión «y del Hijo» se dice «Filioque»,
esto dio lugar a la disputa conocida con este nombre, que fue el motivo (o el
pretexto) de muchas disputas y divisiones entre la Iglesia de Oriente y la de
Occidente. Ciertamente, no es el caso de tratar aquí esta cuestión, que, por
otra parte, en el clima de diálogo establecido entre las dos Iglesias, ha
perdido la dureza del pasado y permite hoy esperar una plena aceptación mutua,
como una de las principales «diferencias reconciliadas». Me gusta decir esto:
«diferencias reconciliadas». Entre los cristianos hay muchas diferencias: este
es de esta escuela, este es de aquella otra; este es protestante, este otro…Lo
importante es que estas diferencias sean reconciliadas, en el amor de caminar
juntos.
Superado este escollo, hoy podemos valorar la
prerrogativa más importante para nosotros que se proclama en el artículo del
Credo, es decir, que el Espíritu Santo es 'vivificador', es decir, da la
vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en
la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de
barro, lo convierte en «un ser viviente" (cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva
creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva,
la vida de Cristo, vida sobrenatural, de hijos de Dios. Pablo puede exclamar:
«La ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley del
pecado y de la muerte» (Rom 8,2).
¿Dónde está, en todo esto, la noticia grande y
consoladora para nosotros? En que la vida que nos da el Espíritu Santo es la
vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina
aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan
soberanas en la tierra. Nos lo asegura otra palabra del Apóstol: «Si el
Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes,
el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos también dará vida a sus
cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes» (Rom 8,11). El
Espíritu habita en nosotros, está dentro de nosotros.
Cultivemos esta fe también por aquellos que, a
menudo sin culpa propia, se ven privados de ella y no pueden dar sentido a la
vida. ¡Y no nos olvidemos de dar gracias a Aquel que, con su muerte, nos obtuvo
este don inestimable!
Monición de entrada.
Buenos días.
Todos los domingos los amigos de Jesús venimos a misa.
Y venimos para escucharle y los mayores para recibirle en
la comunión.
Además venimos para decirle que le queremos mucho.
Y que queremos mucho a las personas.
Pidámosle que en esta misa nos ayude a amar.
Señor, ten
piedad.
Porque a veces no queremos a los amigos. Señor, ten
piedad.
Porque a veces no amamos como tú nos amas. Cristo, ten
piedad.
Porque a veces somos caprichosos. Señor, ten piedad.
Peticiones.
-Por el Papa Francisco, para que siga enseñándonos a
querer a Dios y a nuestra familia. Te lo pedimos Señor.
-Por la Iglesia, para que sea una familia donde todos nos
queramos. Te lo pedimos Señor.
-Por los mayores, para que no se peleen. Te lo pedimos,
Señor.
-Por los que mandan, para que ayuden a los pobres. Te lo
pedimos, Señor.
-Por nosotros, para que amemos a Dios y a los demás. Te
lo pedimos, Señor.
Acción de gracias.
Virgen María. Gracias por
haber enseñado a tu hijo Jesús a querer mucho a Dios y a las personas,
especialmente a las pobres y las que están enfermas.
ORACIÓN PARA EL CENTRE
JUNIORS CORBERA Y CATEQUISTAS DE CORBERA, FAVARA Y LLAURÍ. DOMINGO 30 T.
ORDINARIO
EXPERIENCIA.
Mira a tu alrededor, fíjate en la luz que ilumina tu habitación o
la calle.
Cierra los ojos, siente por unos momentos la
oscuridad, acércate las manos, toca con ellas los ojos, siente la presión de
las manos y la oscuridad.
Con los pulgares traza el signo de la cruz sobre ellos, lenta y
pausadamente.
Abre los ojos, observa tu alrededor. ¿Cómo te
sientes? ¿Qué ves?
Mira este vídeo, bloqueando el sonido:
https://www.youtube.com/watch?v=R5OhB4iCQ9M
Busca la imagen que más ha tocado tu corazón, detenla, mírala y reza a
Dios lo que el Espíritu te sugiera.
Vuelve a ver el vídeo, esta vez con el sonido encendido.
¿Cuáles son las frases que te han hecho pensar? ¿Por qué?
REFLEXIÓN.
Lectio
Toma la Biblia y lee el evangelio de este domingo:
Lectura
del santo evangelio según san Marcos 10, 46-52.
En
aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego,
Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo
limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
-“Hijo de David, Jesús ten compasión de
mí”.
Meditatio.
Dijo el Papa Francisco: No pide una gracia, sino que se presenta a sí
mismo: pide misericordia para su persona, para su vida. No es una
petición insignificante, pero es muy bella, porque invoca piedad, o sea,
compasión, la misericordia de Dios, su ternura.
¿Y tú? ¿Qué le pides en tu oración?
Oratio
Reza a Jesús la oración del ciego Bartimeo, repitiéndola en tu corazón
durante unos minutos o cuanto caminas, vas en coche, tren,…
COMPROMISO.
Mira a los ojos de los demás, con la mirada de Jesús.
CELEBRACIÓN.
Escucha esta canción.
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